La pesada puerta gris que
penitenciaba hacia el norte no se abría. El tiempo había jugado su carta más
alta y dejado en jaque las perpendiculares del marco de aquella abertura, que
hacía que las baldosas del piso del living denuncien daños a su esplendor. Por todo
eso, la mejor opción era abrir la diminuta ventana de la puerta, esperar y
espiar desde allí.
Ellos ya habían vuelto de
la pileta, habían merendado y regado las plantas de su abuela. Y ahora lo único
que tenían que hacer, era esperar.
Era un ritual uniforme. Se
repetía varias veces por semana, o tal vez fueron dos o tres veces. La magia
del recuerdo y el poder de la imaginación a veces potencian y multiplican los
momentos. Pero algo de todo esto era inequívoco: esa espera pronto llegaría a
su fin.
-
No
viene.
-
¿Estás
seguro? ¿Te fijaste bien?.
-
A
ver, esperá… No, no viene.
-
Bueno,
arrimá la ventana. Ya va a pasar.
A pesar de que había poco
margen para el error, esa litúrgica espera había comenzado tal vez cuarenta y
cinco minutos antes. O sesenta. Tal vez incluso más. Ocurre que a menudo la
paciencia de dos niños de entre ocho y diez años desafía cualquier programación
o esquema de horarios, con la esperanza de torcerlos a su favor y reducir los
tiempos de espera.
De pronto, un olor a
tierra mojada y el inequívoco sonar de aquel viejo camión anunciaron que la
espera había llegado a su fin. Tanta espera había valido la pena.
El camión regador había
doblado desde el boulevard Sarmiento y ya sobre Uruguay, se abrieron sus
aspersores para calmar la sed de una tierra que por aquellos años cubrían la
calle.
-
¡Salgamos
por la puerta del costado!.
-
¡Dale,
vamos!.
Aquellos chicos estaban
listos: con el short de baño puesto - o simplemente con la ropa interior - abrieron
el portón que interrumpía la prolija y continua geometría de la ligustrina y
comenzaron a correr detrás del camión, riendo despreocupados en medio de un improvisado
carnaval casero. Tal vez corrieron hasta calle Avellaneda, a media cuadra del taller de
bicicletas de don Salcedo; tal vez hasta la otra esquina de calle Paraná. O tal vez hasta
treinta años después, momento en que advirtieron que Uruguay ya estaba
pavimentada y que la vieja y tranquila calle de tierra Avellaneda hoy es un
importante corredor, creado para un tránsito vehicular amigado con el imponente
puente Rosario – Victoria.
Pero todo, tal vez. A lo
mejor siguen escondidos detrás de la puerta, desconociendo tiempos y verdades,
esperando a que el camión ponga guiño y se sumerja una vez más al infinito mundo
de calles de tierra inexistentes, casas vacías, un bicicletero con alas y
plantas que ya no están. Pero sólo, tal vez.